Fue la última vez que lo escuchó. Después de echarle un último vistazo lo agarró entre sus manos y lo partió en dos, tirando a la basura aquel pedacito de plástico que con tantos recuerdos le castigaba.
Había tardado demasiado en hacerlo. Demasiado, hasta el punto de ser irreparable. Los acordes y melodías que lo plagaban, hacía tiempo que ya eran parte de él. Ya no importaba que lo tirara, lo quemara o lo rompiera; su contenido se reproduciría día y noche sin descanso, sin tregua, recordándole lo que tuvo, lo que se fue, lo que nunca llegó.
La primera canción era la que sonaba cuando la conoció. La segunda sonaba cuando mantuvieron su primera conversación, una superficial, de esas que no valen nada, pero una conversación al fin y al cabo. La séptima sonó en su primer beso y la última...La última puso banda sonora a la separación más dolorosa.
Sabía que todas permanecerían eternamente en su memoria, pero había una, esa condenada número 9, de la que nunca conseguiría un descanso. Seguiría taladrando cada escondite de su mente hasta el fin de sus días. Porque la número 9 era la que ella le cantaba suavecito al oído cada noche, cada mañana al despertar, siempre que estaba triste, y también si estaba alegre. Siempre la 9. En su mente, la canción auténtica se confundía con la voz melosa de ella, haciéndolo todo aún más doloroso.
Tiró el disco e intentó que su mente pensara en otra cosa, otra canción, lo que fuera. Pero nada sirvió. Su cerebro estaba completamente ocupado en construir reproches que le echaban en cara haberla dejado marchar…
Porque nunca nadie te querrá como ella.
Porque nunca nadie te hará sentir como ella.
Porque nunca nadie te mirará como ella.
Porque nunca nadie te hablará como ella.
Porque nunca nadie te tratará como ella.
Porque nunca nadie te volverá a cantar al oído.
Desde la papelera, el disco se reía de él, porque sabía que aunque estaba roto, seguiría sonando eternamente en su mente desquiciada por el dolor.