¡Eh, tú! Te lo digo una vez y no lo repetiré: Que sea la última vez que te cuelas en mis sueños, descolocando mi delicado orden con tus ojos y tus palabras. Que no se repita. Que no vuelva a sentir tus brazos sobre mi cintura como si fuese verdad, tu respiración en mi cuello estremeciéndome la piel. ¡Que no y que no!
Que me llevaste al límite y no quiero volver a estar de puntillas en el abismo de tu vida.
Seiscientos veintisiete besos al día no fueron suficientes para que te quedases a mi lado. Era lo que me faltaba, que vengas ahora a acomodarte en mi almohada.
Cuatrocientas ochenta y nueve caricias por cada noche a tu lado no me sirvieron más que para desgastarme las manos al roce con tu espalda. Déjame ahora tranquila, curándome las heridas.
Porque ochocientos quince tequieros susurrados al oído se ahogaron, y perdieron el sentido apenas encontraron la salida entre mis labios. Y, para qué negarlo, hablar en sueños nunca ha sido lo mío.
Y mis favoritos; todos los abrazos inesperados que te dí. De esos he perdido la cuenta, pero seguro que son más de cien, de diez mil y seguramente más de un millón doscientos cuarenta y cuatro mil novecientos cincuenta y dos. Sorprendiéndote por la espalda, abalanzándome contra ti a la mínima, apretando mis mofletes contra tu hombro derecho y empujándote con fuerza como queriendo ser parte tuya. Sí, todos esos abrazos que no me sirvieron para nada, sólo para alejarte más y más. Y no es mi plan precisamente caer de la cama en un último abrazo inesperado. Que no te lo mereces.
Pues eso, que sea la última vez que te cuelas en mi inconsciente, maldito desvergonzado, que no tengo ganas de seguir aguantándote. No, ni en sueños.