Te levantas por la mañana y, tras varios intentos en los que tus pies pagan las consecuencias, llegas a la mesa de la cocina. Te sientas y preparas una taza de cereales, de esos que anuncian en la tele, esos crujientes, dorados y ricos en fibra. Esos sin los que la caja tonta ha conseguido que no seas capaz de empezar un nuevo día.
Te has ido a trabajar en tu coche. Tu nuevo coche. Ese que tuviste que comprar porque la gente empezaba a mirar con desprecio, e incluso asco, a tu antiguo cacharro. El mismo del que no te atreves a admitir que no te gusta, que cada mañana cuando lo arrancas añoras el olor a viejo del antiguo, porque éste solo huele a nuevo, a frío. Que sus asientos no han conseguido ser nunca tan cómodos como los otros, que no has vivido nunca aventuras tan extravagantes como las viviste con tu antigua lata. Que el ronroneo del motor nunca será igualado.
Llegas al trabajo y antes de salir del coche te abrigas con un chaquetón que ni muerto te habrías comprado, de no ser porque está en todos los catálogos de moda. Subes la cremallera por encima de una camisa casi decente que encontraste en el último perchero de la única tienda en la que la dependienta no intentó que te llevaras a casa medio almacén en el que la mayoría de la ropa eran lentejuelas, cuero y colores cegadores.
Te sientas en la oficina y trabajas muy por encima del nivel que te exigen, porque quieres destacar. Quieres destacar para tener ese éxito del que tanto hablan los títulos de los libros de autoayuda que ves en las estanterías del Fnac. Si tantos libros le dedican, algo bueno conseguirás.
A la hora de comer vas al restaurante de la esquina, ese del que todo el mundo habla últimamente y al que, por más que vas, no le terminas de encontrar lo bueno que tiene. Las raciones son tan pequeñas que no conseguirían saciar al más pequeño de los roedores y los precios tan desorbitados que volverían loco al más importante de los ejecutivos. El ambiente está cargado, hay humo hasta en el agua que bebes y la gente grita como si su auditorio fuera el restaurante entero. Pero la gente sigue yendo, siguen hablando bien del sitio, y hasta que otro esté de moda, sólo te queda aguantar.
Vuelves a casa y escuchas uno de tus discos para relajarte. Es el disco de uno de los “artistas” que suenan por la radio en el momento. Sólo te gusta esa música. No conoces otra. Sólo te gusta aquello que escucha la mayoría, y la mayoría escucha lo que suena en la emisora de moda. Según la moda escuchas un disco u otro, a veces es sólo ruido y finges que disfrutas, otras el ruido casi parece música y otras, las menos, lo que suena es un regalo para los oídos. Aunque cada vez tienes menos claro si lo considerarás un regalo porque se compensa con el ruido que acostumbras a oír.
Te encanta echarte en el sofá y leer una noche entera, pero no lo haces porque lo que está de moda es no leer, no leer y salir por ahí. A bares, a discotecas, a donde sea, sólo salir. Más humo, más ruido, más de todo. Pero tienes que salir, y beber lo que beben todos, y bailar como bailan todos, bailar lo que bailan todos, hablar como hablan todos, vestir como lo hacen todos.
Te gusta esa chica. Esa que está ahí, junto a la puerta de los baños, esa que juega con su pelo mientras agita un vaso en su mano. Te gusta porque es justo como describen otros lo que es una chica bonita. Habla con sus amigas con gestos y frases estúpidas, ella parece estúpida, pero es bonita, y es lo que importa.
Te duchas al llegar a casa y usas el jabón que te recomendó la dependienta de la droguería. Porque elimina las células muertas de la piel, porque rejuvenece el ADN, porque da luminosidad a la piel, porque protege el PH…Porque a ella le interesaba vender lo más caro.
Te vas a la cama, que está al ras del suelo porque ahora es lo que te venden. Camas Zen, las llaman.
Camas Zen…