Cenicienta caminó dos pasos, tres como mucho y, sin previo aviso, salió corriendo. Sus piernas temblaban y el frío aire cortaba su rostro. Llevaba un abrigo negro que había olvidado cerrar y que dejaba ver una falda rosa que terminaba unos centímetros por encima de sus rodillas. Sus pies, abrigados por unas botas militares, apenas se distinguían por la velocidad a la que iba y su pelo volaba entre gotas brillantes de lluvia. Negro, largo, suave. Acariciando el aire.
En ningún momento miró atrás, pero parecía claro que escapaba de algo, de alguien. Un basurero vaciaba una papelera municipal. Chocó con él, y con un adolescente que escribía un mensaje en su móvil sin prestar atención a dónde pisaba, y con una señora que paseaba a su perro. Y con su perro.
Todos ellos, y algún transeúnte más, se giraron para mirarla. Tal vez escandalizados, o puede que apenados. Se giraron y sólo llegaron a ver un pedazo de papel que había salido volando sobre el suelo al pasar nuestra cenicienta a su lado. Ninguno llegó a ver la lágrima que nacía en su ojo izquierdo y que ya atravesaba parte de su mejilla, acelerando el viento su camino, empujándola al acantilado de su barbilla.
Nunca sabremos cómo es posible que nadie reparara en el príncipe que parecía clavado al suelo en el punto en que Cenicienta había comenzado a correr.
Desde entonces, todo el mundo contaría la historia de la princesa que sólo podía correr, y nunca nadie sería capaz de contar por qué. Por qué corre aterrada. Por qué llora. Por qué huye.
Si tan sólo alguien se hubiese fijado en las manos de aquel príncipe, si hubieran dejado de mirar cómo Cenicienta escapaba. Si se hubieran interesado por él…
…Se habrían dado cuenta de que era el suyo el corazón roto, de que las lágrimas producidas por el dolor más verdadero, más profundo, sólo serían las suyas. Que si ella huía, era por puro egoísmo.
Si por una vez Cenicienta hubiese dejado de ser el centro de atención, todos habrían visto las silenciosas lágrimas de él, la petrificación que le impedía salir corriendo. La agonía, el dolor, clavándose en sus huesos.
En ningún momento miró atrás, pero parecía claro que escapaba de algo, de alguien. Un basurero vaciaba una papelera municipal. Chocó con él, y con un adolescente que escribía un mensaje en su móvil sin prestar atención a dónde pisaba, y con una señora que paseaba a su perro. Y con su perro.
Todos ellos, y algún transeúnte más, se giraron para mirarla. Tal vez escandalizados, o puede que apenados. Se giraron y sólo llegaron a ver un pedazo de papel que había salido volando sobre el suelo al pasar nuestra cenicienta a su lado. Ninguno llegó a ver la lágrima que nacía en su ojo izquierdo y que ya atravesaba parte de su mejilla, acelerando el viento su camino, empujándola al acantilado de su barbilla.
Nunca sabremos cómo es posible que nadie reparara en el príncipe que parecía clavado al suelo en el punto en que Cenicienta había comenzado a correr.
Desde entonces, todo el mundo contaría la historia de la princesa que sólo podía correr, y nunca nadie sería capaz de contar por qué. Por qué corre aterrada. Por qué llora. Por qué huye.
Si tan sólo alguien se hubiese fijado en las manos de aquel príncipe, si hubieran dejado de mirar cómo Cenicienta escapaba. Si se hubieran interesado por él…
…Se habrían dado cuenta de que era el suyo el corazón roto, de que las lágrimas producidas por el dolor más verdadero, más profundo, sólo serían las suyas. Que si ella huía, era por puro egoísmo.
Si por una vez Cenicienta hubiese dejado de ser el centro de atención, todos habrían visto las silenciosas lágrimas de él, la petrificación que le impedía salir corriendo. La agonía, el dolor, clavándose en sus huesos.
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