Infinito

Ladeó la cabeza delicadamente y miró al infinito mientras frotaba instintivamente su frente. Un mechón de pelo se interpuso en su mirada pero ni siquiera se molestó en hacer como que le importaba. La vida está llena de demasiadas cosas como para preocuparse de atusarse el cabello. Sobre su pierna, los ágiles dedos de su mano inquieta daban brincos de un lado para otro.

Observó cómo frente a ella un niño se caía una y otra vez de su bici sin darse por vencido. Miró más allá, y unos metros por detrás del pequeño vio, tiradas junto a un árbol, dos pequeñas rueditas con un hierro que salía de su eje.

Era imposible saber qué pasaba por su mente, al igual que sucede con el resto de la gente, pero en ella todo tenía un halo misterioso, algo que iba más allá de la simple incertidumbre que suele generar esa situación. En ella todo parecía más profundo, más íntimo, más intenso.

Llevaba unos vaqueros desgastados que la había acompañado durante años. A menudo encontraba entretenimiento retorciendo los hilos que salían de sus numerosos rotos. Aquel día, los combinaba con una camisa de cuadros y manga larga. Le gustaban las camisas de manga larga, podía jugar a abrochar y desabrochar los botones de los puños cuando no sabía qué hacer.

Todo dependía de su estado de ánimo, y quien la conocía podía hacer una aproximación bastante acertada de éste si se fijaba en los movimientos que hacía. Cuando un telefonista la hacía esperar al otro lado de la línea, solía descargar su frustración en un mechón de pelo que retorcía y curvaba entre sus dedos hasta que la espera finalizaba. Cuando esperaba a que le entregaran el último examen que le quedaba por hacer antes de irse de vacaciones, liberaba su ansiedad con movimientos constantes de su pierna derecha. De arriba abajo, de abajo arriba. Cuando le contaban algo que no le agradaba o que no quería oír se frotaba el cuello de forma compulsiva. Si tenía muchas ganas de ver a alguien, y faltaba poco para hacerlo, frotaba sus piernas con ambas manos mientras esperaba, feliz. Pero claro, para discriminar y aprender toda la jerarquía que se escondía tras sus actos, había que conocerla mucho, y pocos lo habían logrado. Para la gran mayoría era simplemente una muchacha nerviosa que no sabía estarse quieta.

Volvió a mirar al niño y admiró su persistencia y su ilusión…Le habría gustado volver a ser como él. Volver a esa edad en la que aún crees que eres capaz de todo, volver a correr por el parque y llorar sólo porque te caes de un columpio o porque no te gusta la merienda. Esos años en los que aún te queda por descubrir todo lo malo que hay en el mundo y, por tanto, aún eres feliz. Volver sólo por un día para ser consciente de lo que se tuvo, de la inocencia.

Pero sólo un iluso creería que algo así puede pasar. Nadie puede volver a la infancia, y si alguien lo cree, seguramente sea un niño, uno de esos que aún no conoce el dolor, el de verdad, el que va por dentro destrozando nuestra ingenuidad.

Cerró los ojos y respiró hondo, como si fuera el último aliento de su vida. Se quedó así un momento, sólo unos minutos. Ya no se frotaba la frente ni movía sus dedos sobre su pierna.

Abrió los ojos y, en lugar de mirar al infinito, al niño o a sus ruedas, se dirigió a los ojos interrogantes que habían estado fijos en ella todo el tiempo. Ojos que, en realidad, eran otro tipo de infinito.

Martín y Victoria

Con 5 años se perseguían el uno al otro en el patio del colegio y, algún sábado que otro lo hacían, si coincidía, entre los columpios de un parque cercano. Magullaban sus rodillas, se tiraban de los pelos, usaban juguetes como armas y un cuadrado de arena como campo de batalla. Compartían la merienda mientras jugaban al veo-veo.
A los 11, la inocencia ya se ha perdido y, por triste que suene decirlo, los discursos de igualdad siguen sin lograr su efecto. Victoria está harta de oír que no debe jugar con los niños, que las muñecas y otras niñas deben ser sus compañeras. Martín, por otro lado, oye a su padre día tras día repetir que no juegue con su amiga, que se dedique al fútbol, si acaso al baloncesto. Y así, cada uno merienda en una esquina del patio, y los columpios del parque llevan años oxidados.
A los 18, ya se acumulan algunos años de confusión. Ahora que ya se han acostumbrado, el discurso ha vuelto a cambiar. Ahora que no saben nada el uno del otro. Ahora pueden jugar.
Con 25 aún no han aprendido cómo jugar. El corazón de Martín ya se ha estrellado un par de veces contra la arrogancia femenina y sobrevive a duras penas apoyando su fragilidad en el cariño adulterado que encuentra por los bares. Mientras tanto, a Victoria no parecía irle mal, contaba en su orgulloso haber con unos cuantos corazones rotos y nunca le ocasionó esto un atisbo de remordimiento hasta que el suyo se hizo añicos con los vaivenes de un tirano llamado Igor.
Para cuando llegan a los 32, ya están cansados de jugar. Victoria ha decidido retomar la vieja regla que le fue impuesta a los 11 y ya no quiere jugar más. Y Martín… Martín ha desistido y hace tiempo que nada atraviesa su implacable indiferencia.
A los 36 ya llevan un año juntos. Martín ha recogido los pedacitos que Igor dejó de Victoria y los ha cosido con ternura mientras Victoria ha ido de bar en bar recuperando el cariño derrochado por Martín en las noches en las que solo la amargura y el desconsuelo lo acompañaban.
Cuando cumplen 39 cuentan orgullosos que, por fin, han aprendido a jugar. Sus cicatrices sólo tiran cuando hace frío y da la casualidad de que, estando juntos, siempre hace calor.
***