Luna Méndez

No te quiero.

No te quiero nada. Porque no te necesito.

Porque vivir bajo la cama se me antoja placentero. Porque la ausencia de estímulo es mejor que el exceso de dolor. De sangre. De vísceras entre las sábanas. De furia rabiosa estallando a mil kilómetros por hora contra las paredes de mi cuarto. Escapándose por la ventana y recorriendo las calles hasta llegar a ti, para recuperar de un golpe toda esa fuerza y abofetearte tanto y tan fuerte que, en comparación, un gong apaleado por un mazo sería la banda sonora de tu cuna.

No te quiero. Porque apareces. Cuando ya no te recuerdo. Cuando la vida me sonríe y tus fotos se apolillan en el fondo del armario. Cuando tu presencia en mi existencia no me resulta más que patética e innecesaria. Cuando tu simple respirar me parece un egoísmo por tu parte. Un exceso. Un lujo que nunca te ganaste. Como los abrazos que te dí, los que despedazaste, corrompiste y adulteraste sin ni siquiera malgastar un pestañeo en el esfuerzo.

No te quiero. No.

Nada en absoluto. Porque desapareces. Cuando más te necesito. Cuando tu recuerdo me castiga siete veces por segundo y lo que me sobra me lo gasto en comerme tus silencios. Cuando me corroe la ansiedad, y la angustia me muerde con sus fauces al encontrarme, desesperada, rastreando los restos de tu olor en mi almohada. Desapareces, cuando la vida me cae mal y lo único que quiero es perderme entre los alabeos de tu cuello, dejándome caer a la inmensa profundidad del abismo de tu pecho.

Cuando lo único que necesito es un recuerdo del momento en que lo nuestro fue bonito, tú decides ocultarte tras la ineptitud de tus palabras y desaparecer tras un infausto acto final que cubre de cochina decepción todo lo que tocas.

Y lo único que se me ocurre decir es un “buen viaje” que suena a reproche, rencor y odio que te envuelve de su pegajosidad y te arrastra lejos, muy lejos, sin dejar de estar pegado a mí.