Nunca

Hundió la nariz allí donde el cuello perdía su nombre; en aquel lugar recóndito entre la mandíbula y la garganta que hacía las veces de escondite contra lo malo.
Se enterró en la montaña de aromas que colmaban cada milímetro de la piel y sintió cómo todo su ser se relajaba a medida que el perfume entraba en su organismo.

Acariciando la suave fragancia cada esquina de su ser, se dejó ir por los entresijos que rodeaban, volteaban, giraban, subían y bajaban por las partes más profundas de su cuerpo.

Sintió sus pensamientos juguetear entre ellos. Empujarse, abrazarse, tropezarse, atascarse. Pelearse entre ellos por salir a la superficie. Sintió, de hecho, los pisotones del más fuerte. Aplastando con fuerza miedos, neuras, recelos, cobardías. Pánicos.

Así hasta que acabó formando una montaña con todos ellos, alzándose en la cumbre con gesto victorioso. Soberbio y altanero, habría sonreído si en su poder hubiese tenido un rostro al uso.

No pudiendo, hubo de conformarse con embriagar todo su cuerpo de estupidez, locura, ceguera, necedad, insensatez, imprudencia y algún que otro adjetivo que de seguro se nos escapa.

Subieron a su boca palabras de amor que aún no planeaba pronunciar. Huyeron entre sus dientes como si nunca nadie les hubiese puesto límites.

Y nunca nadie lo supo a ciencia cierta, pero juraría que hasta sintió dilatarse sus pupilas como si, en lugar de observar cada uno de sus movimientos, quisiese introducirle por lo oscuro de los ojos para no dejarle salir nunca jamás.