Cuando tú te marchas, se quedan tus flores.



Se quedan, estirando sus tallos para alcanzar las ventanas y buscarte entre los rostros extraños que surcan las calles. Se fijan en cada una de las miradas, en la forma en que cada cuerpo se eleva con cada paso y lo comparan con la forma en que tú te mueves en su recuerdo. 


Giran y giran siguiendo la luz y aprovechando cada nueva posición para ver si ésta desvela una nueva esquina callejera donde desengranar nuevos semblantes.  Donde deshacerlos en cada una de sus milésimas partes y, después, volver a juntar todas las piezas para darse cuenta de que esos fragmentos no son tuyos.  


Nueva gente, nuevos rostros. Nunca el tuyo.   


Porque tú. 


Te marchas y tus flores amanecen cada día más altas que el día anterior, llenas de esperanza. Rebosando quizáses. 


Y cada día también, hora tras hora, se encogen sus raíces un poquito más al nunca encontrarte. Se les dobla el tallo cual joroba y si pudiesen liberar sus raíces y romper a caminar, lo harían cabizbajas, con el ceño fruncido y sudor frío brotando de sus hojas. 


Te vas y caben en sus pétalos todas las lágrimas del mundo disfrazadas de rocío. 


Cuando tú te vas, se quedan tus flores. Se queda Virginia Wolf, congelada entre páginas. Se queda el tiempo intacto. Inmóvil. Congelado. 


Cuando tú te marchas, se quedan tus flores. Y se muere todo lo demás.