devenires extraños

Te pierdes entre los torbellinos de mi pelo
y
me pides que me quede,
al menos,
hasta que mi aroma se haga tuyo.

Hasta que el mundo no sea mundo más allá de estas cuatro paredes.

Pero el mundo nunca dejará de ser mundo.
Y mi aroma seguirá siendo mío.
No tuyo.
Y me dices que,
entonces,
me quede para siempre.
Hasta que tu pecho
se funda con el mío.
Y no puedo.

Todo se humedece mientras me voy. Y el mundo me recibe de vuelta con el sonido del tráfico, un desgraciado pidiendo dinero y una madre gritándole a un hijo. Parece que hasta me miran para darme la bienvenida y preguntarme dónde me había metido.

He estado donde los coches no gritan.
Donde por la calle sólo se ve gente queriéndose.
He estado viviendo con una sonrisa puesta
porque no escuché ninguna noticia horrenda
que me la quitase.
Vengo de un universo del que nunca debí salir.

¿Por qué lo hiciste?

No lo sé, tú me empujaste. Me asustaste con ese amor que se te escapaba a bocajarro por los ojos.

El mundo me recibe con los brazos abiertos, con su miseria lista para reencontrarse conmigo y reírse de mí. De la forma más cruel sigue dibujando la expresión de tu rostro cuando abrí aquella puerta, repitiéndose en mi cabeza una y otra vez.

Y sé que lo hice mal, pero sé que nunca podré volver.

Te echo tanto de menos.

Nunca lo admitiré pero yo te querré por siempre.


***

La niña que se quiso meter en la boca del lobo II

Treinta y nueve años, siete meses y trece días no es una mala edad para perder tu alma. A la vuelta de la esquina está la crisis de los 40 y cualquier cosa que pueda ayudar a paliar sus efectos es bien recibida. Cierto es que cuando uno lo tiene todo no debería quejarse por nada, pero todo el mundo sabe que esto no funciona así y, a veces, cuánto más tienes más necesitas y cuánto menos tienes menos carencias notas. Es una regla de tres directamente proporcional.

El doctor Montes sabía bien esto. Había comenzado a ejercer la medicina con 26 años, tras haberse graduado con un expediente de lo más envidiable y desde aquel 17 de Abril en que había comenzado, no había dejado de aprender cosas. Lo había pasado mal con el primer paciente que se le murió. Al parecer, es este un hecho de lo más traumático en la vida de algunos doctores y precisamente así sucedió en el caso de don Alejandro Montes Galiado, joven apuesto, de buena posición social, alegre y dicharachero que, bajo el ala de papá, nunca le dio por pensar que algo así podría pasar.

Con su rico y, sobretodo, grande corazón, acabó casándose con su primera y única novia. Margarita. Margarita era un par de años más joven que él, profesora de inglés, divertida, generosa y preciosa. Ella se enamoró al mes de conocerlo. Él se enamoró en el instante en que la vio. Hacían una pareja bonita y, como todos decían, parecían complementarse a la perfección. Vivieron siete años de feliz matrimonio más uno de agónico sufrimiento al final. Ocho años en total. Y contando el noviazgo fueron doce. Doce años que acabaron con un trágico desenlace en la fría cama de un hospital, donde Margarita exhaló su último suspiro, dejándole solo en un mundo asqueroso, egoísta y cruel.

Fue en ese momento, unos tres años atrás, en que Alejandro situaba el comienzo de su decadencia. Donde ya no era médico por vocación, sólo lo era por rutina. Había ganado ingentes cantidades de dinero y era ésta la única razón que le hacía seguir trabajando. Esta dedicación por ganar dinero le había hecho ser realmente bueno en su trabajo y, por ello, se había logrado situar entre los mejores doctores de su área. Insatisfecho como estaba, había empezado a consumir opiáceos para no ser tan consciente de cómo su vida se iba a la mierda. Y, sin saber muy bien cómo, acabó siendo médico y camello a tiempo parcial para un tal señor Ferrás. Y, mientras lo hacía, evitaba pensar cuántas de las sobredosis que atendía eran provocadas por él mismo.

Con la muerte de Margarita murió también su capacidad de decisión moral y ya no distinguía el bien del mal. Por eso Ferrás no pensó en ningún otro cuando Silvia acudió a él con su extraña solicitud. Si había alguien capaz de realizar semejante salvajada, sólo podía ser Montes.

pequeña contra el mundo

Mamá es súper divertida. Casi todos los días me lleva al parque o a algún sitio así para jugar y nos lo pasamos genial. A mí me encanta porque no es como las otras mamás, que se sientan todas juntas en un banco y hablan de otras mamás. No. Mamá viene y juega conmigo cada día y, a veces, nos reímos tanto que casi lloramos. Es tan genial que creo que hay madres que querrían ser como ella, lo digo porque no paran de mirarla fijamente, como para estudiar sus movimientos e imitarla mejor, digo yo.

Los papás de mamá, mis abuelos, siempre están intentando que no juguemos tanto y que se parezca más a las demás. Yo siempre me quejo pero dicen que me calle, que yo no lo entiendo. Pero es que sí que lo entiendo, auque ellos digan que no. A ver, digo yo que tan mala no será, si todos los niños del cole dicen que es muy divertida y les encanta (o por lo menos les encantaba) jugar con ella cuando viene pronto a buscarme.

Quiero mucho a mis abuelos pero me enfado cuando la tratan así. A lo mejor si la vieran en el cole con los otros niños lo entenderían mejor. A lo mejor se darían cuenta de lo molona que es en realidad.

A veces me preguntan por papá. No sé dónde está. Nunca me lo han dicho. Así que, por saber, no sé ni quién es. A veces escucho las conversaciones que tienen los abuelos con el tío Alfredo y de todo lo que he oído, creo que algo sé. Al parecer, papá era un señor malo, malo que trabajaba cerca de mamá o algo así. Por lo visto, un día se la encontró de noche, o se quedaron solos, no sé, y algo malo le debió de hacer porque la abuela siempre llora cuando lo hablan y el abuelo dice muchas palabrotas. El tío Alfredo siempre abraza a la abuela y le repite lo mismo, que no pudo hacer nada, que ya era tarde cuando se enteraron, que hicieron lo correcto. No sé a qué se refieren, pero algo malo pasó entonces.

La verdad es que al ser mamá tan divertida, nunca he echado en falta a papá, porque además, si le ha hecho algo malo es que no lo quiero ni ver delante. A lo mejor si mamá fuera como esas del parque yo querría un papá para ir y quejarme de ella. Pero no lo es y yo así estoy encantada.

Pero, no sé, últimamente parece que sólo yo estoy encantada. Primero las del parque y después los abuelos. Ahora también, resulta que los niños de mi clase ya no juegan con nosotras y, a veces, en los recreos, me llaman cosas feas. Y también a mamá. Y creo que todo empezó cuando, en Conocimiento del Medio, nos explicaron eso que tienen algunas personas, como que te falta un algo por dentro, un cromosoma o no sé qué. En fin, no sé muy bien cómo va, pero el caso es que venía una foto de una mujer que casi, casi parecía mamá.

La niña que se quiso meter en la boca del lobo.

Entró en un local oscuro y siniestro. No llegaba a ser un bar, aunque no se sabía muy bien por qué no lo era. Parecía más bien un lugar de reunión para personas sin vida. Unos cuantos individuos se congregaban a lo largo del lugar y se dieron la vuelta al verla llegar.

Seguía a Salas, un matón de metro noventa y siete y torso de casi un metro. Se hizo el silencio mientras atravesaban el recinto y todos los siguieron con la mirada hasta que llegaron a la puerta del fondo. Tras ella, un pasillo estrecho, sin apenas luz y lleno de humo se perdía ante sus ojos. Lo recorrieron y los zapatos de ambos retumbaron con cada paso.

No habían mediado palabra desde que se habían encontrado hacía un rato en una calle muy poco transitada de la ciudad. Salas ni siquiera se giró una vez para asegurarse de que seguía allí; simplemente caminaba con el convencimiento de que así era.

Pasaron frente a varias puertas antes de que, por fin, Salas parase delante de una más oscura que las demás y asintiese, indicándole que habían llegado.

Traspasó el umbral de madera y llegó a una sala amueblada sólo con un sillón individual y una mesa pequeña situada a su derecha con un vaso de Whisky sólo y un cenicero. Apenas estaba iluminada, sólo un par de bombillas cubrían la estancia de una luz mortecina y lúgubre. El humo apenas permitía distinguir las formas y sólo tras unos segundos se dio cuenta de que, repartidos por la habitación, había diferentes imitaciones del hasta hacía poco original Salas.

Desde el sillón un hombre la miraba con una media sonrisa que inquietaba más que reconfortar, como suelen tener por costumbre las sonrisas.

Salas#2 apareció de repente tras ella y la empujó ligeramente para que se acercase al hombre. Una vez cerca, pudo estimar que no llegaría a los 60 años pero tampoco andaba muy lejos. Su piel tenía aspecto áspero y daba la impresión de que podría llegar a raspar si se tocase con la suficiente intensidad. No era muy corpulento, más bien era menudo y de manos huesudas. Nunca se habría imaginado que la imagen de Ferrás pudiese ser tan decepcionante, tan…parecido a la de cualquier abuelo sentado en un banco del parque.

- Según me han dicho, llevas meses intentando llegar aquí – dijo con una voz no demasiado profunda pero sí lo suficiente para intimidar a quien hiciese falta.
- No es fácil encontrarte. Sólo hice lo necesario para conseguirlo.
- La mayoría abandona en el intento, pensé que tú harías lo mismo. ¿Realmente necesitas lo que me han dicho?
- Con todas mis fuerzas. Pagaré lo que haga falta.
- Una vez que te vayas no habrá marcha atrás. ¿Por qué no te lo piensas antes de que te puedas arrepentir?
- No lo necesito. Antes de empezar a buscarte ya lo pensé lo suficiente. Ahora sólo quiero lo que pido - Y cuando dijo esto posó un fajo de billetes junto al vaso de Whisky.
- De acuerdo. No seré yo quién te haga cambiar de idea. Buscaré a alguien dispuesto a hacerlo y cuando lo encuentre Salas te buscará. Él te llevará a donde haga falta y – devolviéndole el dinero – le pagarás a él.
- Gracias
- No hay de qué, muchacha, no hay de qué.

***


Caminaba tranquila dando un paseo y, cuando quiso darse cuenta, notó que la seguían. No se asustó; ya había pasado una semana y media desde su encuentro con Ferrás y suponía que no tardaría mucho más en recibir noticias.

Miró hacia atrás disimuladamente y comprobó que, de cerca, caminaba Salas. Se aseguró de que llevaba en el bolso lo necesario y, sin titubear se subió al coche oscuro que paró a su lado.

Condujeron hasta las afueras de la ciudad durante al menos una hora para el final de la cual ya estaba completamente perdida y pensando que, si paraban el coche y la echaban a patadas no sabría ni en qué dirección caminar.

Se bajaron en una nave industrial que parecía abandonada. Salas se quedó de pie junto a la puerta del coche y, con un gesto, le indicó que podía pasar. La puerta por la que entró daba a un pasillo oscuro que se abría al fondo dando paso a una habitación con un foco de luz. Se dirigió hacia allí convencida para ver, al llegar, una mesa de operaciones destartalada y una pequeña zona que hacía de falso despacho donde la esperaba un hombre un tanto demacrado, con barba de varios días y ojos cansados.

- ¿Eres Silvia?
- Sí.
- Siéntate.
- Me parece que la edad empieza a pasar factura a Ferrás y ya no sabe lo que dice. Tendrás que volver a explicarme qué necesitas para que la historia que tengo ahora mismo en la cabeza no suene de locos.
- Es probable que, aún así, le suene a locura.
- Intentémoslo.
- De acuerdo. Si usted es médico, es posible que halla oído hablar del paciente H.M. Un sujeto que sufría episodios epilépticos desde los 10 años.
- Es posible, pero no lo recuerdo.
- Entonces se lo contaré. Cuando H.M tenía 27 años, se sometió a una operación que tenía como objetivo solucionar esas crisis epilépticas. Para ello le extirparon bilateralmente partes del lóbulo temporal medial. Fue la primera persona que se sometió a esta operación, y también debió ser la última.
- ¿Desaparecieron las crisis?
- Desde luego que sí. Lo malo fue que tras la operación se descubrió que había quedado afectado por una amnesia profunda.
- Empiezo a pensar que puede que Ferrás no esté tan loco como pensaba.
- Ya se lo advertí.
- ¿Qué es lo que me estás pidiendo, niña?

Silvia sacó un papel del bolso y lo desdobló sobre la mesa descubriendo una foto de un cerebro humano.

- Quiero que me abra el cráneo y me haga una lesión como la de H.M. Que me estirpe la amígdala entera si hace falta y el hipocampo, y todo lo que sea necesario.
- Pero, ¿te das cuenta de los efectos que tendrá esto en tu vida? Es una locura.
- Tal vez sea una locura pero ya lo he decidido y si he acudido a Ferrás es porque sabía que me proporcionaría a alguien que me operase sin rechistar. ¿Lo he encontrado o no?
- No puedo rechazar un trabajo pero ¿no te das cuenta de que sólo eres una niña? Tienes toda la vida por delante, ¿qué te ha pasado para recurrir a una medida tan desesperada?
- Lamento decirle que eso no es de su incumbencia. Yo sólo quiero que alguien me opere sin más y quiero saber si va a ser usted ese alguien.
- Haré la operación pero espero que seas consciente de que una vez que salgas de aquí tal vez no seas capaz ni siquiera de formar nuevos recuerdos. Tal vez estés firmando la sentencia de muerte de tu consciencia.
- Prefiero una vida sin recuerdos que el resto de mi existencia con los recuerdos que tengo ahora.
- Bueno, por lo visto no puedo decirte nada más salvo que cometes un grave error.
- En ese caso, es toda una suerte que no haya venido aquí a pedirle consejo.
Y en toda la sala se hizo un silencio escalofriante. Como si acabasen de descubrir los cuerpos mutilados de 50 hombres muertos. Y en medio del silencio ellos dos se miraron.