Carlos. Carlos tenía esa forma de ser extraña, como sin prisa por nada pero acelerado por todo. Con su pelo alborotado, sus medias sonrisas y sus medias verdades a cuestas. Con sus levantamientos de cejas y sus caídas de hombros. Con sus frases de cuatro palabras que decían más que el mismísimo Lorca en el mejor de sus poemas.
Nunca. Nunca en mi vida me he sentido como me sentí a su lado, porque te hacía el centro del mundo, porque te hacía pensar que nadie era mejor que tú, para él. Que te escuchaba como si respirase por cada palabra que de tu boca saliese, que te hacía suya de formas que nunca imaginarías. Que te amaba por cada poro de su piel.
Ese era su mayor problema. Esa importancia que te daba, lo grande que te llegaba a hacer sentir. Esa capacidad de dártelo todo un momento y al siguiente dejarte sin nada. Era como si supiese el momento justo en el que tú comenzabas a depender de él. Ese instante en el que tú te empezabas a levantar cada mañana con ganas de un beso suyo y te acostabas cada noche con ganas de su cuerpo. Sí, eso es, era como si supiese detectar tus flaquezas.
Y así era él. Que, igual que llegaba, se iba.
Sin avisar, sin darte cuenta, de golpe, pero de golpe a lo grande, de bruces. Cogía sus abrazos, sus besos, sus paseos al baño por la noche, sus tengo hambre ¿te puedo morder sólo un poquito?, sus cincominutosmás por las mañanas, sus meencantantusbesos y sus vámonosalcine. Todo, se lo llevaba todo sin explicar a dónde.
Sí, el problema de Carlos era lo importante que te hacía sentir o, más bien, su problema era lo importante que a veces dejaba de hacerte sentir. Dándotelo todo un día y haciéndolo desaparecer tras un espejo al siguiente, o convirtiéndolo en un conejo saltarín que sale de una chistera.
Ese era su problema, sí.
El mío fue siempre la adicción a su sola voz. Adicción que aún no he superado y de la que me desintoxico aquí encerrada con terapias de conducta, actividades programadas y pastillitas verdes y azules.
Porque, no sé si habrán escuchado alguna vez algo así, pero cuando un drogadicto está bajo los efectos de la abstinencia puede llegar a hacer actos violentos de lo más insospechados.
Como matar.
Matar si no te dan lo que tú tanto necesitas en ese momento. Matar, sí.
Y, aunque me arrepienta una y mil veces, aquella noche el mono me cegó, el mono y la necesidad de algo que Carlos no me quiso dar.
Nunca. Nunca en mi vida me he sentido como me sentí a su lado, porque te hacía el centro del mundo, porque te hacía pensar que nadie era mejor que tú, para él. Que te escuchaba como si respirase por cada palabra que de tu boca saliese, que te hacía suya de formas que nunca imaginarías. Que te amaba por cada poro de su piel.
Ese era su mayor problema. Esa importancia que te daba, lo grande que te llegaba a hacer sentir. Esa capacidad de dártelo todo un momento y al siguiente dejarte sin nada. Era como si supiese el momento justo en el que tú comenzabas a depender de él. Ese instante en el que tú te empezabas a levantar cada mañana con ganas de un beso suyo y te acostabas cada noche con ganas de su cuerpo. Sí, eso es, era como si supiese detectar tus flaquezas.
Y así era él. Que, igual que llegaba, se iba.
Sin avisar, sin darte cuenta, de golpe, pero de golpe a lo grande, de bruces. Cogía sus abrazos, sus besos, sus paseos al baño por la noche, sus tengo hambre ¿te puedo morder sólo un poquito?, sus cincominutosmás por las mañanas, sus meencantantusbesos y sus vámonosalcine. Todo, se lo llevaba todo sin explicar a dónde.
Sí, el problema de Carlos era lo importante que te hacía sentir o, más bien, su problema era lo importante que a veces dejaba de hacerte sentir. Dándotelo todo un día y haciéndolo desaparecer tras un espejo al siguiente, o convirtiéndolo en un conejo saltarín que sale de una chistera.
Ese era su problema, sí.
El mío fue siempre la adicción a su sola voz. Adicción que aún no he superado y de la que me desintoxico aquí encerrada con terapias de conducta, actividades programadas y pastillitas verdes y azules.
Porque, no sé si habrán escuchado alguna vez algo así, pero cuando un drogadicto está bajo los efectos de la abstinencia puede llegar a hacer actos violentos de lo más insospechados.
Como matar.
Matar si no te dan lo que tú tanto necesitas en ese momento. Matar, sí.
Y, aunque me arrepienta una y mil veces, aquella noche el mono me cegó, el mono y la necesidad de algo que Carlos no me quiso dar.