tuyo.

Benditas redes sociales, que le permitían nunca darse por vencido. Nunca olvidar la minúscula posibilidad de volverla a encontrar.

Saltaba de un contacto a otro, de foto en foto, con apenas esperanza pero sin llegar a soltar el último atisbo de ilusión. Ver de nuevo aquellos penetrantes ojos a través de la inerte pantalla. Mirándole como si no hubiese vida más allá de sus pestañas.

¿Llegué a ser algo más que un juego entre tus manos? ¿Gané algo más que pasar de refilón por tus ventrículos para darte el aire que necesitabas en aquel único y fugaz momento?

Echando a patadas el ridículo que sentía con cada click del ratón, dejaba pasar las horas y los días, proyectándose en su retina cientos de caras ajenas, extrañas. Algunas se paraban escasos segundos, otras un poco más. Lo justo para escanear si el paso de los años podría haberla convertido en aquella sonrisa familiarmente extraña que le miraba desde una fiesta en un bar.

Se hacía de noche y la única luz a su alrededor era la de aquella fría y blanca pantalla cambiando de imagen intermitentemente. Adormilado, víctima de una inercia que se había convertido en la rutina de sus días, apenas dio crédito cuando creyó reconocerla en aquella borrosa foto que un amigo de un amigo de un amigo había subido hacía unos meses. Allí estaba. Mirándole como si nada. Como si no hubiese sido él quien cada noche la desnudaba como el invierno desnuda a los árboles. Convirtiéndole en un extraño. Como si no se conociesen, como si no fuese más que un pobre loco buscando una nueva obsesión en su ordenador.

Alzando la frecuencia con que su corazón bombeaba oxígeno al resto de su ser, creyó ver el mundo congelarse ante sus ojos. Memorizó aquel rostro como si la foto fuese a evaporarse de un momento a otro.

Una última conversación. Tan siquiera una frase que demostrase que fuimos más que una nota al pie de página de tu historia.

Sus ojos pasearon delicadamente por su pelo y, sin quererlo, sintió en la punta de sus dedos la suavidad otrora tan tangible y ahora tan invisible. Sintiendo que cada segundo se materializaba en su interior como si fuese cemento, saltó hacia sus ojos como quien salta un abismo. Los miró hasta convertirse en una lágrima más y recordó la última vez que los había visto. La última vez que aquellos ojos se habían posado sobre él y realmente le habían visto.

¿De verdad eran aquellos los mismos ojos? ¿Aquellos que habían inundado mis sueños y mis pesadillas hasta impedirme dormir y hacer de mi cama un saco de espanto?

Miró su sonrisa, aquella nueva arruga que había surgido en la comisura de sus labios, y fue instantáneamente consciente del paso del tiempo. Sintió cada uno de los días que había pasado sin ella acomodarse en su nuca para susurrarle al oído, a intervalos perfectos, que con ella nunca había sido primavera. Que el tiempo se había detenido a escasos segundos de las flores y que para él sólo había ramas  secas. Que estaba para siempre condenado al frío.

Analizó su ropa, el lugar y la gente que la rodeaba intentando, en vano, discernir si era o no feliz. Pensando tontamente que, tal vez, en alguna esquina de aquella imagen congelada, podría encontrar una prueba de que le había querido tanto como él a ella.  

Y al final…¿para qué? Si toda foto que encuentre, toda palabra que intercambiemos no hará más que recordarme el punzante y específico dolor que sólo contigo he sentido.


Y pensó, en un extraño y lúcido momento que, quizás, aquella era su retorcida y particular primavera. 

De haberme dejado.

Pensar en mí.

En tí. Pensarte entero y retorcerte cual caleidoscopio para ver si así logro que de tus formas irregulares e inestables, de tus recuerdos deformes, salga vida.

Flores.

Sentirte agua.

Voluble y esquivo.

Ver cómo las paredes se entrelazan con las puntas de mis dedos y se funden con mi piel. Se hacen uno.

Cemento que corona la tumba de algo que murió hace tiempo.

Me vuelvo loca,  me desquicio. Ardo entre tus silabas y me convierto en fuego hasta desintegrarme en las partículas que forman mi ceniza.

La combustión espontánea nunca ha tenido tanto sentido como estando contigo.

Floto, me suspendo en el aire dejándome llevar y, aprovechando las corrientes llego, volando, a los escondites de tu pelo. Me aposento aquí, rodeándote, creando una nube a tu alrededor y, con paciencia, espero a que inundes tus pulmones conmigo.

Y allí donde Mecano fue un día Aire yo me convierto en Monóxido. Me vuelvo tóxica, gris y plomiza.

Como un chicle en la suela de un zapato. Como purpurina en la punta de los dedos o como la masa de galleta negándose a abandonar unas manos.

Te llevo conmigo. Recurrente.

Como el eco de una canción que hace tiempo habita en lo más recóndito de mi mente.

Tarareo tu estribillo en un bucle infinito.

Intentando recordar el resto de tus letras pero atascándome en los mismos acordes en cada intento.

La melosidad de tus arpegios se me incrusta entre los dientes y cosquillea mis oídos.


Y vivir, por-los-siglos-de-los-siglos-amén, intentando demostrarte por qué yo podría haber sido la dueña de tus sueños.

luto británico.

Reino Unido nunca ha estado más dividido.

Como muchos de los que votaron para abandonar la Unión Europea han dejado claro, esto no era un referéndum para independizarse de reglas o leyes absurdas. No era un referéndum para manifestar su opinión sobre el efecto que pertenecer a la Unión Europea tiene en el mercado del país. No. El 23 de Junio lo que tuvo Reino Unido fue un referéndum de racismo y xenofobia (este amable señor nos lo explica, por si acaso nos quedaban dudas https://www.youtube.com/watch?v=jpnbSZGlhq4)

Dicen las estadísticas que alrededor del 75% de la población joven en el país votó para quedarse y seguir formando parte de la UE. Desgraciadamente, también decían las estadísticas que cuanto más mayor era la gente, mayor era la probabilidad de que votasen leave. Y así fue. Con una tacaña mayoría del 51.9%, el Reino Unido pasa de ser un país de oportunidades y cosmopolitismo a un país de xenofobia y egoísmo.

También dicen las estadísticas, los medios y los entendidos en la materia que, además de ser en su mayoría gente mayor la que votó para abandonar la UE, otra parte importante de ese porcentaje estaba formada por gente iletrada, gente que quería “vengarse” de David Cameron (sus palabras, no las mías) y, en general, gente que votó sin informarse. Todo ello, por supuesto, siempre sazonado del odio a lo diferente, a lo extranjero.

Por eso, ahora también aparecen en los medios leavers que se arrepienten porque no sabían que abandonar la Unión Europea iba a tener impacto en el futuro del país o de la Libra Esterlina. Al parecer, poco después de que se conociesen los resultados, se disparó el número de búsquedas en Google del tipo “What is the EU?” o “What happens if we leave the EU?”. De verdad, apaga y vámonos.

Total que, como resultado, ahora el país (inmigrantes, británicos y hasta mascotas) está desorientado, confuso y triste. Al menos ese 48.1%, claro. El otro 51.9% seguramente estará muy ocupado buscando una forma de culpar a los extranjeros de la bajada de la Libra.

Yo vivo en Manchester y, afortunadamente, a su vez también vivo en un pequeño y maravilloso círculo de amigos británicos que votaron remain, y que me hacen sentir bienvenida cada hora de cada día. Por ellos, lo siento en el alma. Lo siento porque al final del día, por lo menos, yo sigo teniendo un pasaporte europeo. Lo siento, no sólo por los cambios que esto pueda tener en sus vidas sino porque no debe ser fácil despertarte un viernes para enterarte de que tu país no es tan tolerante como pensabas.

A pesar de vivir en ese pequeño círculo, no dejo de ser consciente de que, a día de hoy, vivo en un país que me ha dicho a voces que no soy bien recibida. Y me da igual que me digan “no, tú no cuentas. Tú eres de los inmigrantes buenos”. No existe ninguna diferencia entre mi calidad de inmigrante y la de los que ellos califican como “el mal tipo de inmigrante”. Literalmente me hierve la sangre cada vez que tengo que aguantar semejante chuminada.

Este fin de semana la juventud del Reino Unido está de luto, agarrándose a un clavo ardiendo y organizando peticiones para un segundo Referendum con la esperanza de que en éste puedan conseguir el resultado que esperaban y merecen.

Nadie sabe lo que va a pasar ahora. Ni si va a haber un segundo referéndum, ni si realmente Reino Unido abandonará la UE, ni qué consecuencias habría para extranjeros y nacionales si se va. Por saber, no se sabe ni quién será el primer ministro del país de aquí a unos meses después de que Cameron anunciase el viernes su dimisión.

Lo único que yo sé ahora mismo es que por primera vez en más de cuatro años no me siento bienvenida en éste país. Y da igual que hagan peticiones para otro referéndum, que Reino Unido tarde mil años y un día en abandonar la UE o que yo sea de los inmigrantes “buenos” y para mí no tenga consecuencias tan negativas como para los de otros países. Me da igual todo. Yo, hoy, soy y me siento  i n m i g r a n t e  y cuando dicen barbaridades por la tele, me las están diciendo a mí.


Puede que algún día logre reconciliarme con éste país pero, hoy por hoy, yo también estoy de luto. 

Oda a la bicicleta.

¡Oh, bicicleta!
Con tus esbeltas ruedas
me llevas allí donde nadie llega.
Y agarrarse a tu manillar
es como soñar.


¡Oh, bicicleta!
Pedaleando en el asfalto
no podría llegar más alto.
E incluso si no estoy por la labor
tú me alegras el corazón.


¡Oh, bicicleta!
Rodando cuesta abajo,
yo vuelo como un pájaro.
Y si me toca ir cuesta arriba,
No paro hasta ver la cima.


¡Oh, bicicleta!
Contigo no existe la tristeza
Porque a tu lado me siento completa.
Y aunque de sudor se colme mi rostro
el sol lo vuelve luminoso.

¡Oh, Bicicleta!
Eres simple y llanamente
Una cosa excelente. 

salino.

A tan sólo un metro de distancia y la sentía tan lejana, kilométrica.
Un metro de distancia que se volvían dos y cinco con cada espiración de sus pulmones. Un metro, o siete, que sentía como cúbicos, albergando en sus aristas la infinidad de sus fronteras, la vastedad de sus sollozos.
La miraba y veía el desierto en sus pupilas, la aridez en sus costados.


Algún día me mirarás y te darás cuenta de que nunca me quisiste, de que no fui más que un acento en tus palabras, un cabello asustado galopando en tu almohada.


Ella paseaba su mirada por las fracciones de su rostro, sazonando su lagrimal y  empapando sus contradicciones. Pigmentando sus mejillas del color que tienen las derrotas.
Un metro, cuadrado o cúbico, no importa, pero con sal incrustada en sus esquinas, un metro congelado entre sus manos que los llevaba al fondo de un mar de reproches y censuras. A un lado, el día que le negó aquel beso. Al otro, la vez en que ella escondió su miedo tras semanas de silencio y ausencia.


Sal que a mí me mata de una sed que tus labios no sacian.  Me engancho a ellos, me esclavizo a tu boca que me destroza entre sus fauces y me deja sin fuerzas para buscar otros labios. Otros reproches, otros metros.


Y así, mantienen la distancia entre ellos. Estáticos, inertes pero a la vez expulsando palabras, recuerdos y vendavales en la dirección del otro como si se tratasen de dos ventiladores  enfrentados.  Sin llegar a ningún acuerdo, sin siquiera escucharse,  hasta que la tormenta es tan fuerte que termina empujándolos y transformando aquel solitario metro en lo que se mide el infinito.


Y entonces, sólo entonces. Cuando mi huracán no llegue ni a cosquillear tu cuello desnudo y el tuyo se pierda en el horizonte entre nosotros. Sólo entonces, dejaremos de dolernos.

Infinito

Tengo un trocito de papel blanco. Un trozo de papel con el que hago un barquito que se va navegando por las lagunas de mi mente.

Yo lo miro mientras se aleja, columpiándose entre las olas. A la deriva. Lo dejo para ver si es capaz de sobrevivir a la marejada. Para ver si tiene lo que hay que tener.

Lo observo en silencio y veo cómo iza unas velas hechas de papel maché. Las eleva y con ellas se dirige a una tormenta interna. Tan valiente.

Más que yo.

Dejándose llevar por la corriente, se enfrenta a mis miedos, mis angustias y mis soledades. Al borde constante de hundirse pero sin llegar a hacerlo. Protegiendo en el centro de su recámara las alegrías y las cosas bonitas.
Lo observo, desde lejos, y me doy cuenta de que un barco de papel tiene más fuerza de voluntad que yo.

De puta madre.

Yo, que no sé ni de dónde coño sacar papel maché para hacerme unas velas.

Que no sé ni cómo pelear contra la marea de mis entrañas. Ni contra una tempestad que anuncia su presencia con rayos que desintegran mi existencia. Con truenos que martillean constantes las fronteras de mi mente.  

En un último y colérico intento, yo alboroto, grito y pataleo. Intento hacer más ruido que la tormenta. Me revuelvo, me resisto pero no sé ni cómo mantenerme a flote y, con cada pataleo, me hundo un poco más. Me aferro a una fuerza de voluntad inexistente hasta que me derrito y me transformo en agua.

Cierro los ojos y siento cómo la sal del océano se fusiona con la de mis lágrimas.

La melosidad del oleaje me adormece y por fin me doy cuenta de que, al fin y al cabo, mi mente no es más que un mar en calma cabreado por el viento.


Y entonces, flotando inerte y mirando al cielo, convertida en sal, en agua y en ola, pienso que nunca el viento duró eternamente. 

¿Alguna vez te he contado la historia del día que descargué una película por error?


¿No? Pues debería haberlo hecho, la historia te afecta de lleno. El caso es que la descargué, y resultó ser una gran película. El título nos da igual. Nos dan igual los personajes. Nos da igual el inicio, la trama y el desenlace.

Lo único que contigo quiero compartir es la idea que me enseñó el largometraje. En él, un padre artista le explica a su hija de 15 años que las personas, al igual que un cuadro, se componen de partes y, para que sean merecedoras de nuestra atención, en ellas el todo ha de ser mayor que la suma de dichas partes.  

Yo terminé de ver la película, y me quedé ahí. A oscuras. Sentada en el sofá con una manta y un saco de palomitas a medio terminar. Pensando en partes, en todos y en nadas.

Y pensando, pensé que tú.

Tú.
Con tu risa, con tus ojos, con tu voz y con tu pelo.

Tú.
Con tus manos, con tus pestañas, con tu boca y con tu cara.

Tú.
Con tus libros, con tu ropa, con tu espalda y con tus piernas.

Tú.
Con tus frases, con tus historias, con tus bromas y con tus ideas.

Pensando, pensé que contigo, da igual que haga malabares con los números, que los ponga a todos en fila india hacia el cielo, da igual que los multiplique en lugar de sumarlos o que los eleve al infinito.

Da todo exactamente igual.

Porque tú, cariño, vales siete mil millones de veces menos que la suma de tus partes.