Infinito

Tengo un trocito de papel blanco. Un trozo de papel con el que hago un barquito que se va navegando por las lagunas de mi mente.

Yo lo miro mientras se aleja, columpiándose entre las olas. A la deriva. Lo dejo para ver si es capaz de sobrevivir a la marejada. Para ver si tiene lo que hay que tener.

Lo observo en silencio y veo cómo iza unas velas hechas de papel maché. Las eleva y con ellas se dirige a una tormenta interna. Tan valiente.

Más que yo.

Dejándose llevar por la corriente, se enfrenta a mis miedos, mis angustias y mis soledades. Al borde constante de hundirse pero sin llegar a hacerlo. Protegiendo en el centro de su recámara las alegrías y las cosas bonitas.
Lo observo, desde lejos, y me doy cuenta de que un barco de papel tiene más fuerza de voluntad que yo.

De puta madre.

Yo, que no sé ni de dónde coño sacar papel maché para hacerme unas velas.

Que no sé ni cómo pelear contra la marea de mis entrañas. Ni contra una tempestad que anuncia su presencia con rayos que desintegran mi existencia. Con truenos que martillean constantes las fronteras de mi mente.  

En un último y colérico intento, yo alboroto, grito y pataleo. Intento hacer más ruido que la tormenta. Me revuelvo, me resisto pero no sé ni cómo mantenerme a flote y, con cada pataleo, me hundo un poco más. Me aferro a una fuerza de voluntad inexistente hasta que me derrito y me transformo en agua.

Cierro los ojos y siento cómo la sal del océano se fusiona con la de mis lágrimas.

La melosidad del oleaje me adormece y por fin me doy cuenta de que, al fin y al cabo, mi mente no es más que un mar en calma cabreado por el viento.


Y entonces, flotando inerte y mirando al cielo, convertida en sal, en agua y en ola, pienso que nunca el viento duró eternamente. 

¿Alguna vez te he contado la historia del día que descargué una película por error?


¿No? Pues debería haberlo hecho, la historia te afecta de lleno. El caso es que la descargué, y resultó ser una gran película. El título nos da igual. Nos dan igual los personajes. Nos da igual el inicio, la trama y el desenlace.

Lo único que contigo quiero compartir es la idea que me enseñó el largometraje. En él, un padre artista le explica a su hija de 15 años que las personas, al igual que un cuadro, se componen de partes y, para que sean merecedoras de nuestra atención, en ellas el todo ha de ser mayor que la suma de dichas partes.  

Yo terminé de ver la película, y me quedé ahí. A oscuras. Sentada en el sofá con una manta y un saco de palomitas a medio terminar. Pensando en partes, en todos y en nadas.

Y pensando, pensé que tú.

Tú.
Con tu risa, con tus ojos, con tu voz y con tu pelo.

Tú.
Con tus manos, con tus pestañas, con tu boca y con tu cara.

Tú.
Con tus libros, con tu ropa, con tu espalda y con tus piernas.

Tú.
Con tus frases, con tus historias, con tus bromas y con tus ideas.

Pensando, pensé que contigo, da igual que haga malabares con los números, que los ponga a todos en fila india hacia el cielo, da igual que los multiplique en lugar de sumarlos o que los eleve al infinito.

Da todo exactamente igual.

Porque tú, cariño, vales siete mil millones de veces menos que la suma de tus partes.