paraísos





Mi corazón arde y hay un funeral en mi retina. 

Una daga en mi pecho y un bombardeo en mis oídos.

Tengo humo en la nariz y ceniza en la garganta.


Crujidos bajo mis pies y vacío a mi alrededor. 

Atentados de color rojo. 

Lenguas que besan el cielo. 


Negro.

Yo no sabía que la sal podía matar a una flor



Cierro los ojos y aún siento,  al final de mi esófago, allí donde no me llego, el agujero en el estómago que cavaste aquel 17 de Abril. 

Me dejo caer en el abismo y me regodeo, hago de la oscuridad algo acogedor. 

Empapelo las paredes con flores de colores y coloco sofás acolchados y lámparas de papel. 

Me acomodo y casi se me olvida que no debería estar a gusto. Que la penumbra debería perforarme las pupilas y cegarme. Quemarme.


Yo lo ignoro todo. La angustia. El dolor. El tormento. 

De brazos cruzados y mirada altiva, miro alrededor. En lugar de interiores, yo diseño entornos hostiles para que parezcan placenteros. Para  poder quedarme en ellos de por vida. Deleitándome en el desasosiego. 


Y así, hago cortinas de los te quiero abandonados. 

Alfombras de corazones raídos.

Mantas de abrazos rotos.

Almohadas de miradas olvidadas.

Platos de besos abolidos. 


Me hago una bola en el colchón de tu recuerdo y leo vez tras vez los libros de momentos contigo.
Cierro los ojos y de fondo el tocadiscos se ralla de dar vueltas sobre los susurros que nunca te regalé.  

¿Para qué volver a la luz? Si allí no estás tú ni está tu risa.

¿Para qué volver? si el mundo es frío y sucio pero aquí hay flores de colores.

¿Para qué? Si tengo en tu recuerdo mi alimento y en la oscuridad mi felicidad.

Yo



Yo quería darnos un final feliz.


Quería darte a ti todos los besos que se esconden entre mis labios y, a nosotros, una casa en las nubes donde nunca llueve y brilla el sol.


Yo lo que quería, era nunca cansarnos. Que todas las mañanas fuesen bombones en las almohadas de nuestros días.


Yo quería desaparecer en tus costillas y beberme tus acordes.


Quería que mis sueños fuesen pesadillas al contacto con tu realidad. Recorrer montañas contigo y acampar en lo mullido de lo nuestro.


Quería verte caminar hacia mí.


Que todas tus direcciones fuesen yo.


Que mi corazón encajase en la palma de la mano que forman las letras de tu nombre y que por las rendijas de tus rizos se te escapasen los tequieros.


Yo quería que los dos tuviésemos el mismo final feliz.




Quererte.




Que.me.quieras.

Cuando tú te marchas, se quedan tus flores.



Se quedan, estirando sus tallos para alcanzar las ventanas y buscarte entre los rostros extraños que surcan las calles. Se fijan en cada una de las miradas, en la forma en que cada cuerpo se eleva con cada paso y lo comparan con la forma en que tú te mueves en su recuerdo. 


Giran y giran siguiendo la luz y aprovechando cada nueva posición para ver si ésta desvela una nueva esquina callejera donde desengranar nuevos semblantes.  Donde deshacerlos en cada una de sus milésimas partes y, después, volver a juntar todas las piezas para darse cuenta de que esos fragmentos no son tuyos.  


Nueva gente, nuevos rostros. Nunca el tuyo.   


Porque tú. 


Te marchas y tus flores amanecen cada día más altas que el día anterior, llenas de esperanza. Rebosando quizáses. 


Y cada día también, hora tras hora, se encogen sus raíces un poquito más al nunca encontrarte. Se les dobla el tallo cual joroba y si pudiesen liberar sus raíces y romper a caminar, lo harían cabizbajas, con el ceño fruncido y sudor frío brotando de sus hojas. 


Te vas y caben en sus pétalos todas las lágrimas del mundo disfrazadas de rocío. 


Cuando tú te vas, se quedan tus flores. Se queda Virginia Wolf, congelada entre páginas. Se queda el tiempo intacto. Inmóvil. Congelado. 


Cuando tú te marchas, se quedan tus flores. Y se muere todo lo demás.

cuanto antes




No me quedan cosas que decirte.
No me quedan lágrimas que llorarte ni me quedan tampoco abrazos que regalarte.

No me quedan fotos que mirar,
ni personas que confundir contigo.

No me quedan aventuras que contarte,
O música que compartir contigo.

No me queda nada.

No me queda nada, más que ganas de mirarte.
De recorrerte con los ojos hasta que me sangren las pupilas.  
De clavarme las uñas en las úlceras de tu recuerdo. Y a lo mejor hurgar un poco. 


No lo sé. 


Me queda sólo un agujero negro.
Una página en blanco. 



Y me quedan reproches.
Eso sí.
Eso siempre.