Reposaba su rostro
sobre mi vientre y se dormía hasta que su respiración se acompasaba con la mía.
Yo leía un libro de Saramago para recordarme a mí misma que, tras aquellas
cuatro paredes, el mundo seguía apestando a odio y carne muerta.
Sentía que se despertaba
cuando sus parpadeos cosquilleaban mi estómago. Era como si mi piel ya no
fuesen mis fronteras. Como si mi ser se extendiese entre sus venas.
“Buenos días” me
decía con voz somnolienta y los ojos a medio abrir. Y yo le contestaba que era
tan jodidamente guapo que me dolían las pestañas de no parpadear para mirarle.
Él se reía con una
carcajada limpia y sonora que hacía retumbar lo más profundo de mi cóclea. Allí
vivía un señor que sólo sonreía cuando oía reír a Alberto. Y cuando lo hacía,
nadaba durante horas en el líquido de mi oído haciendo que el eco durase
eternamente.
“Eres una
exagerada”
“No. Exagerada
sería si te dijese que despertarme a tu lado me da ganas de desaparecer bajo el
colchón y aparecer por arte de magia en un ferrocarril transiberiano directo a
Irkutsk. Exagerada sería si te dijese que me sumergiría hasta lo más hondo del
lago Baikal sólo para decirles a esos peces lo que se pierden por no mirarte.
Yo no exagero por decir que el color de tus ojos sólo se iguala si juntas el cielo
y el mar en un bote y le añades un rayo de sol. Exagero si digo que me duele el
pecho de quererte, porque nada duele si estoy contigo.”
Yo cerraba los ojos
cuando ella hablaba y dibujaba con mis dedos el infinito en su costado. Sonreía
para mis adentros y pensaba que era perfecta. Perfecta como un soneto de
Beethoven, como una tarde en Nueva York o una noche en su edredón.
Tan perfecta, que si
unía los lunares de su cuerpo con los míos, formábamos un mapa de la vía
láctea. Tanto, que su imagen en mi mente no formaba un nudo en mi estómago, no.
Formaba un lazo rosa y acolchado.
Tan perfecta, que
acababa con el mundo de un solo pestañeo y dejaba intacto sólo lo bonito.
“Llévame al cielo”
le susurró ella con una voz digna de la mismísima Rita Hepburn. Y él se
descompuso en los trillones de moléculas que componían su corazón y los sintió
reagrupándose en la forma de cientos de mariposas que salieron volando hasta su
estómago. Las pupilas se adaptaron a la luz que les rodeaba y lo hicieron en
forma de corazón. Como en las películas de dibujos.
Impulsos de besarla
galopaban en el fondo de sus labios y, en un instante, hizo suyo el derecho de
abrazarla.