Enero

En Uría había aquella tarde bastante gente. Hacía un día muy frío, de esos de invierno de verdad, de esos en los que el aire podría cortarte la cara. Pero no llovía, y eso siempre incita a dar un paseo, aunque sea a paso rápido para no perder temperatura.

Algunos se paraban tranquilos a mirar escaparates, otros caminaban rápido para llegar a algún sitio y otros esperaban frente al Corte Inglés mientras echaban miradas nerviosas cada medio minuto a su teléfono móvil.

La verdad es que nadie, por muy observador que fuese, habría notado nada extraño. Pero lo cierto es que, entre quinceañeras salidas y niños que arrastraban a sus padres, se trajinaba algo. Situados en zonas bastante estratégicas de la calle se situaban de forma relativamente dispersa cinco personas que no esperaban por nadie ni miraban escaparates. Todos llevaban una mochila oscura y observaban tranquilamente cómo paseaba la gente.

Prácticamente imperceptible para cualquiera fue el contacto visual que los cinco intercambiaron unos 20 minutos después. Asintieron suavemente y comenzaron a caminar hacia el mismo lado de la calle. Poco a poco se fueron alejando del centro comercial y comenzaron a caminar por zonas que, si bien seguían siendo parte del centro, empezaban a estar mucho menos concurridas que la Uría.

Llegados a este momento, los cinco individuos se habían convertido en tres. Sin mediar palabra, los otros dos habían dado media vuelta y habían emprendido la marcha en dirección contraria hasta girar al final de la manzana.

Aquí ya apenas había gente por la calle. De hecho, no había gente. Sólo un matrimonio de mediana edad caminaba unos pasos por delante de ellos. Matrimonio que paseaba tranquilo sin reparar en nada hasta que se dieron cuenta de que alguien les cortaba el paso.
Cuando se quisieron fijar, vieron lo que más tarde describirían a la policía como dos hombres relativamente musculosos y corpulentos. No se les podía ver el rostro; lo escondían bajo máscaras con forma de león y oso. Algo atrofiada debía de estar la percepción de esta pareja pues ni siquiera repararon en sus manos ocupadas y, para cuando lo hicieron, ya era tarde.

Se dieron la vuelta para evitar un enfrentamiento con León y Oso que, por el momento simplemente estaban parados frente a ellos. Lo que no se esperaban era que al girarse se encontrarían con una pantera, una cebra y un gallo.

Se quedaron petrificados en el centro de nuestros cinco misteriosos mirándolos uno a uno con la boca abierta. ¿Qué será lo que pasa por la mente en esos segundos que hay entre que te das cuenta de que va a pasar algo y ese algo empieza a pasar?

Desde luego que mucho no se les debió pasar por la cabeza, no porque no tuviesen pensamientos suficientes para rellenar medio minuto de su vida sino porque los cinco fantásticos no dejaron mucho tiempo. Apenas habían terminado de girarse cuando comenzaron a sentir golpes por todas partes. Los que más dolieron fueron los del cuello y la cabeza.

No duró ni diez minutos pero no fueron capaces de aguantar el dolor y, cuando no llevaban ni dos, la pareja ya estaba tirada en el suelo esperando a que aquello terminase. Ni siquiera se atrevían a levantar la mirada del suelo.

Ni siquiera cuando el grupo había desaparecido corriendo atravesando un parque cercano se atrevieron a moverse. Sólo se miraban para comprobar que estaban bien, que no había pasado nada. Y sólo un rato después se atrevieron a ponerse en pie.

En el suelo, a su alrededor, formaban un arco iris charcos de pintura espesa y pegajosa. La mujer miró hacia un edificio cercano y se vio reflejada en un escaparate. Vio su pelo formando una masa de forma y color extraño. Vio su cara goteando en color amarillo, fucsia y azul y vio su abrigo hasta las rodillas cubierto hasta la última esquina de círculos de colores.

Lo que más le sorprendió no fue su abrigo destrozado, ni el dolor en todo el cuerpo. No. Fue mirar a su marido. Con apenas tres o cuatro circulitos de pintura en chaqueta y pantalón. Lo que más le sorprendió fue ser el objeto de semejante barbaridad artística.

***

A un par de calles, cinco muchachos corrían como locos por en medio de la carretera y huían por callejuelas que poca gente transitaba o tan siquiera conocía.
Corrieron durante 20 minutos para, por fin, llegar a una zona alejada y poco poblada en la que ya cambiaron el correr por el caminar tranquilo. Así duraron cinco minutos más hasta que se pararon y uno de ellos abrió el portón de un garaje.

Todos entraron tranquilos y posaron sus máscaras sobre una mesa de madera que había al entrar. Después se tiraron en unos sofás medio rotos que había en el centro del rectángulo que formaban las paredes. Se miraron y sonrieron. Y es que todo había salido bien otra vez.

El mundo en tu cama

Tu cama es… como una nube flotando en una pompa de jabón que vuela relajada al ritmo de una canción.

Tu cama es como otro universo. Como un mundo feliz.

En tu cama no existen banqueros trajeados que juegan con el dinero del mundo. No existen mafias matando a sangre fría. No hay niños famélicos de tripa hinchada. El libre comercio en tu cama es un intercambio continuo de lo que tú y yo mejor hacemos.

En tu cama no hay políticos corruptos, no hay obispos que, en el nombre de Dios, juegan con niños. No hay guerras ni terroristas suicidas. Lo único que hay son Kamikazes Enamorados.

En tu cama, el mundo es justamente como debe ser. Justo como yo quiero que sea.

En tu cama, juegas a contar mis pestañas perdiéndote con cada parpadeo y volviendo mil veces a empezar de cero.

En tu cama, yo juego a acurrucarme en los recovecos de tu pecho y pienso que, si ahora de golpe, el mundo se fuese al carajo no podría estar en mejor lugar.

Y que si el mundo es una mierda, lo es un poco menos si estoy contigo.

La indefensión aprendida de un corazón hecho un lío.


Llevo toda la noche sentada frente a una página en blanco. Las esquinitas ya están de tinta hasta las orejas y se retuercen sobre sí mismas en la dirección en la que un Bic las ha presionado hasta llegar a sus límites. Su interior sigue siendo de un blanco impoluto y entre un viaje y otro a la cocina a por algo de comer pienso que tengo mucho miedo.

Mucho muchísimo.

Tengo miedo porque yo no sé sentir toda esta rabia. No sé qué hacer con esta cólera extraña que me roe las venas.
Tengo miedo porque te desprecio, te detesto, te aborrezco y te maldigo una y mil veces.
Tengo miedo porque el devenir de sentimientos dentro mío es tan, pero tan grande que ni siquiera soy capaz de escribir una hojita de mierda. Ni siquiera medio pliego.
Tengo miedo porque soy como la rata de Seligman, porque da igual lo que hagas conmigo, yo ya no me muevo. Ya no sé qué hacer contigo. Y me quedo petrificada en una esquina de la jaula mientras me pinchas y castigas con un programa de intervalo variable. Tengo miedo porque creo que ya no tengo escapatoria.
Tengo miedo porque hasta creo que te odio un poquito. Y yo nunca he odiado a nadie, ¿sabes? Si, tengo ese odio que se tiene en la distancia a gente como Paris Hilton pero nunca, nunca he odiado a nadie, y es que odio odiar.

Odio odiarte.

Porque no sé cómo hacerlo. Porque, por naturaleza, a mí me sale quererte. Porque, ya sé que dicen que eso no se hereda, pero es que creo que a mí lo de quererte me venía en los genes. Ahí, concentradito, entre la información del pelo negro y la de mis pestañas rizadas.

Porque, de verdad de la buena, te prometo que odiarte es lo que más odio en el mundo.