Pensar en mí.
En tí. Pensarte entero y retorcerte cual caleidoscopio para
ver si así logro que de tus formas irregulares e inestables, de tus recuerdos
deformes, salga vida.
Flores.
Sentirte agua.
Voluble y esquivo.
Ver cómo las paredes se entrelazan con las puntas de mis
dedos y se funden con mi piel. Se hacen uno.
Cemento que corona la
tumba de algo que murió hace tiempo.
Me vuelvo loca, me
desquicio. Ardo entre tus silabas y me convierto en fuego hasta desintegrarme
en las partículas que forman mi ceniza.
La combustión espontánea
nunca ha tenido tanto sentido como estando contigo.
Floto, me suspendo en el aire dejándome llevar y, aprovechando
las corrientes llego, volando, a los escondites de tu pelo. Me aposento aquí, rodeándote,
creando una nube a tu alrededor y, con paciencia, espero a que inundes tus
pulmones conmigo.
Y allí donde Mecano
fue un día Aire yo me convierto en Monóxido. Me vuelvo tóxica, gris y plomiza.
Como un chicle en la suela de un zapato. Como purpurina en
la punta de los dedos o como la masa de galleta negándose a abandonar unas
manos.
Te llevo conmigo.
Recurrente.
Como el eco de una canción que hace tiempo habita en lo más recóndito
de mi mente.
Tarareo tu estribillo
en un bucle infinito.
Intentando recordar el resto de tus letras pero atascándome
en los mismos acordes en cada intento.
La melosidad de tus arpegios
se me incrusta entre los dientes y cosquillea mis oídos.
Y vivir, por-los-siglos-de-los-siglos-amén, intentando
demostrarte por qué yo podría haber sido la dueña de tus sueños.