Café I

Todos los días salía de casa a la misma hora con el mismo destino. En la calle, su mp3 ponía banda sonora a sus pasos mientras el viento despeinaba ligeramente su pelo. En su bolsa, el peso de las llaves, la cartera y un pesado libro se movía de un lado a otro al compás de su ritmo.

El recorrido era el mismo desde hacía dos años. Todos los viernes a las 20.30 salía de casa y caminaba durante media hora para llegar, a las nueve en punto, al bar de siempre. A la mesa de siempre. Al camarero de siempre.

Se sentó y dejó su chaqueta en la silla de al lado mientras sacaba el libro de la bolsa. Lo posó sobre la mesa justo cuando el camarero le traía, por inercia desde hacía meses, una gran taza de chocolate que humeaba tradición, costumbre y seguridad, todo a la vez y bien calentito.

Cogió la taza entre ambas manos y se recostó sobre su espalda. Mientras respiraba profundamente el vapor que salía del recipiente, miró detenidamente a su alrededor y observó a cada una de las personas que en aquel momento estaban en el bar.

Después de dos años, muchas de ellas ya le eran conocidas. Unas mesas más allá, un grupo de mujeres tomaba café mientras charlaban, como cada viernes, de lo cara que está la vida, lo perdida que está la juventud y las tragedias que ven en el telediario. En el centro, una mesa se rodeaba de hombres que jugaban a las cartas, también como cada viernes. En la esquina opuesta se sienta una pareja. La pareja de siempre. Ocupan esa mesa desde que los vio por primera vez. Se sientan muy cerquita, mirándose a los ojos y susurrando cuando hablan.

Pero no todo eran caras conocidas. En la barra una adolescente carga una pesada mochila a su espalda mientras engulle un bocadillo de jamón. Junto a ella, una mujer espera a que el camarero se acerque y le pregunte qué va a ser. Dos mesas más allá un anciano revuelve tranquilamente su taza de café mientras pasa lentamente las páginas de un periódico atrasado. En la mesa de al lado una madre toma un caldo mientras observa a su hijo, sentado junto a ella.

Tomó un sorbo de chocolate y notó cómo el caliente líquido bajaba por su garganta, directo a su estomago, que llevaba tiempo reclamando algún entretenimiento. Suavemente, dejó la taza sobre la mesa y la cambió por el libro.

Lo abrió cerca de la mitad, allí donde una fotografía descolorida y casi rota le señalaba. Antes de comenzar a leer miró fijamente la imagen. Hacía tanto tiempo que le acompañaba que no podía imaginar leer un libro desde cuyas páginas no le mirara fijamente aquel rostro femenino que sujetaba entre sus manos unas gafas de sol que le sirvieron aquella tarde para bloquear la luz de una calurosa y soleada tarde de verano en la que recorrieron las calles de una ciudad desconocida, aprovechando cada rincón que sus muros ofrecía para cobijarse del calor, de la gente, de todo lo que no fueran ellos. Recordó el momento exacto en que sacó esa fotografía, la felicidad que sentía entonces, una felicidad que le embargaba y se le escurría por las puntas de los dedos. Estaba tan bonita.

Buscó con la mirada la última línea que había leído la noche anterior, antes de apagar la luz cuando el sueño le venció en la batalla en la que llevaba luchando durante un capítulo entero.

Apenas había leído una página cuando una conversación a un volumen más alto de la cuenta le distrajo desde la barra. Por eso le gustaban esos viernes, porque se rodeaba de humanidad, porque la gente entraba allí exponiendo sus pequeños universos a todo oído ajeno dispuesto a escuchar. Era como su colmena particular, pero sin la posguerra, y sin la prosa. Sólo con su imaginación.

Un hombre corpulento pedía a voces dos pinchos de pollo para llevar y le pedía al camarero, más bien exigía, que se diera prisa, pues su coche estaba parado en doble fila con dos niños y un perro de cuyos actos no respondería si éstos se daban cuenta de la ausencia de vigilancia en el automóvil.

Lo miró fijamente e imaginó su historia. Posiblemente era un hombre viudo, o divorciado tal vez, aunque prefería que fuera viudo, llevaba muchos años solo, cuidando a sus dos hijos, llevándolos en el coche a actividades extraescolares que llenaran sus tardes aburridas en casa, esas tardes aburridas en las que corrían el peligro de darse cuenta de que su madre no está y de que nunca volverá. Lo había superado hacía tiempo pero no tenía la necesidad de buscar una nueva compañera, no sentía ese vacío del que tanta gente viuda hablaba, no sentía que hubiera nada que necesitara rellenar. Sólo los estómagos de dos niños impacientes que esperaban en el coche por unos pinchos que el maldito camarero no acababa de traer.

Puede que hubiera acertado, o puede que no, pero le gustaba imaginar las historias de la gente. Como la pareja del fondo, que tanto le recordaba a la de la foto de su libro, en la que veía aquella felicidad que había sido nublada por el presente, aquella felicidad que nuca volvió a experimentar, y que ahora veía en la forma en que se miraban dos extraños que parecían ellos.

5 comentarios:

Unknown dijo...

me gusta este susurro, y aunque parezca mentira esta vez soy la primera en leerlo :)

Noviembre dijo...

Uuuuuu! que guai que lo hayas publicado!

y además que le mantuvieras el mismo titulo... le queda genial!

Ahora... a por mas partes no? =)

Javier dijo...

luchar contra las mariposas está muy bien, y yo te apoyo en la campaña, pero por favor enseñale algo de música al gato porque está tocando un acorde muy feo!

Saludos!

Andrés Flórez dijo...

Andres, probando

habran cortado mi voz??

kiero que me dejeis firmaar!

Elogio dijo...

Cafe! , se puso bueno !
Un beso
lindo todo esto.

:)